martes, 22 de agosto de 2017

COMO PARA FIARSE DE LOS MÉDICOS - CAPÍTULO 3

Tenían la ambulancia hecha un asco; llena de bártulos por todas partes… no sé, con lo fácil que hubiese sido coger unos cajones apilables de Ikea y llevarlo todo ordenadito... ¡Pues no! ¡Había hasta cables y tubos colgando del techo y de las paredes!
Mi marido se sentó en el único asiento libre que estaba junto al asistente que iba encima de una nevera (lo mismo se iban de barbacoa y les habíamos fastidiado el fin de semana) así que yo, que no sabía dónde colocarme, me tumbé en la camilla junto a mi hijo y Hugo acabó tumbado a los pies de la camilla.
El viaje de media hora se nos hizo interminable y llegamos todos con los riñones destrozados. Pero... el nuevo Hospital era distinto.
Primera diferencia: salió un enfermero con una silla de ruedas para transportar a Víctor hasta una sala en la que había siete sillas de ruedas más, con siete niños llorando a cuál más fuerte.
Lo segundo: sólo dejaban entrar a una persona por paciente; así que entré yo y me quedé junto a las otras siete madres.
Y, en tercer lugar: tardaron como diez minutos ¡sólo! en atendernos.
Mi pobre niño ya no aguantaba que le siguiesen tocando y por fin, una doctora que más parecía una “Barbie Malibú”, me llamó aparte para darme un diagnóstico:
-Mire, tengo que decirle con sinceridad que… no sabemos lo que tiene su hijo.
-¡¿Cómo?! –no me lo podía creer- ¡No me lo puedo creer! –le dije- Le han hecho ochocientas veintisiete mil, quinientas setenta y dos pruebas y ¡¿no saben lo que tiene?!
-Verá… es que el dolor está como… escondido.
-¡No me extraña! ¡Después de todo lo que le están haciendo pasar a mi hijo, se ha debido asustar!
-Entiendo cómo se debe sentir…
-¡¿Y mi hijo?! ¡¿Qué hacemos con él?! Porque yo no me lo llevo a casa en ese estado. Ya están ustedes buscando una solución –me tuve que poner en mi sitio. Así que me senté en la silla del acompañante.
-Hemos pensado que… le vamos a operar –me dijo como el que dice: “hemos pensado que… vamos a hacer una tortilla de patatas” (¡Ah no! Que ella es Barbie Malibú. Sería algo con más glamour como una “deconstrucción de patata y rotura de huevo”).

-Pero… ¡¿de qué?!
-Pues… de apendicitis. Si tiene apendicitis, se la quitamos.
-¿Y si no?
-Se la quitamos también. Ya que vamos a abrir…
Al final, accedí.
-Mire… hagan lo que tengan que hacer, pero quítenle los dolores a mi hijo.
De pronto les surgieron las prisas y empezaron a preparar a mi hijo para meterle en el quirófano lo antes posible, que sería como en unas dos horas. Al menos, durante ese tiempo, conseguí que le diesen tranquilizantes y pudo descansar un ratito.
Mientras Víctor dormitaba, llamé a mi marido por el móvil para informarle de la situación.
-Hola ¿dónde estáis? –le pregunté.
-En el Hospital. ¿Y tú?
-También.
-¡Qué casualidad! ¿No?
-¡¿Quieres dejar de vacilarme?!
-Vale, hija… no aguantas una broma. Pues… no te lo vas a creer: estamos en Urgencias.
-Tú eres tonto ¿verdad?
-Que no. Que estoy en Urgencias de Traumatología con Hugo.
-¡Ay madre mía! ¿Qué ha pasado?
-Nada. No te preocupes, mujer. Es que, como nos aburríamos, nos hemos puesto a jugar a ver quién saltaba más lejos y yo, que soy un buen padre, por dejarle ganar, he saltado poco… ¡pero es que el tío se ha emocionado y ha pegado un salto que…! Oye… ¡que le podríamos apuntar a atletismo o algo así, que este chico tiene futuro!
-¡¿Quieres dejar de decir tonterías y centrarte?! Y ¿qué os han dicho?
- Bueno… que tiene un esguince de tobillo de grado I.
-¿Y eso es grave?
-No mucho. Le han vendado el tobillo y está superemocionado. Tiene que estar en reposo durante, al menos quince días, y eso le ha molado más (por lo de no ir al insti y eso…) y… que le pongamos hielo y que esté en alto.
-¿Cómo que esté en alto? ¿Le tenemos que subir a una escalera o algo así? ¡Lo que me faltaba…! Porque nosotros no tenemos escalera; que yo siempre utilizo un taburete para limpiar las lámparas, acuérdate. ¡A ver si ahora, porque al niño se le ha antojado “esguinzarse” un pie, vamos a tener que comprar una escalera!
-¡No, hombre! Tranquilízate. El pie. Que tenga en alto el pie.
-Ay, perdona. Es que estoy muy nerviosa. Y cansada.
-Y a vosotros ¿qué os han dicho?
-Que le operan.
-¿A quién?
-¿A quién va a ser? ¡A tu hijo!
- Y ¿de qué?
-Dicen que de apendicitis.
-Entonces ¿es apendicitis?
-No; pero no lo saben.
-¿Cómo que no lo saben?
-Eso les he dicho yo: “¡¿Cómo que no lo saben?!” Y ¿sabes lo que me han contestado? ¡Que da igual! Que le van a abrir y le van a quitar el apéndice y luego, si eso, ya… mirarán qué es lo que tiene el niño.
-O lo que no tiene, porque si ya andamos quitando cosas…
-Yo tengo entendido que el apéndice no sirve para nada.
-No sé yo. Si está ahí… alguna función tendrá. A ver si al final nos van a malograr al chiquillo…
-¡¿Tú eres médico?! ¡No! Pues déjales a ellos, que sabrán lo que hacen.
-¿Tú te has planteado que si no saben lo que tiene… van a saber operarle?
-¡Ay, no me asustes! Mira… me vuelvo con Víctor. Tú avísame cuando sepas algo más de Hugo.
Al final, la operación salió muy bien, salvo por un pequeño detalle sin importancia. La “Barbie Malibú”, que fue la encargada de operar a Víctor nos contó que, estando con la cabeza cerca del abdomen de mi hijo para pasarle el bisturí... por lo visto... el frío de la herramienta debió ejercer una fuerte contracción sobre… el ano de Hugo, lo que hizo que todo explosionara en un mar de… digámoslo finamente… “intensos aromas”.
Traducción: que resultó que eran gases e hicieron su aparición, entre trompetas y fanfarrias, en la mesa de operaciones y casi en la cara de la doctora.
Pero, eso sí: el apéndice se lo quitaron. ¡Hombre! No iban a desaprovechar esa oportunidad…
Resultado: Víctor cinco días ingresado en el Hospital y Hugo, quince de reposo en casa.

Visto lo visto… ya no sé si cambiarme de pediatra, porque “más vale malo conocido… que ciento volando”.

Y, hasta la próxima entrada y sea el día que sea... ¡¡¡Feliz Fin de Semana!!!