Y por fin llegó el día
02. El día de la presentación oficial de mi libro. El día en el que ya no
habría marcha atrás y esperaba que comenzase una buena marcha hacia delante.
Podría comenzar diciendo que llevaba varios días sin dormir.
Podría deciros que era por causa de los nervios o que mi cerebro insistía en
mantenerme despierta para analizar las decisiones estúpidas que había ido
tomando a lo largo del día, o de la semana, o del mes… vamos… de mi vida en general;
podría deciros que mi insomnio iniciaba sesión cada vez que me metía en la cama
o sencillamente que, como tengo el vicio de perder el sueño por las noches, mi
conciencia lo encuentra por las mañanas con la cabeza pegada a una taza de
café. Pero no os diré nada de esto. ¡No señor!
Mejor comenzaré diciendo que ese día amanecí como si fuese el
de mi boda. Me levanté a las ocho y media de la mañana con ganas de acostarme
y, aunque no me podía estar quieta… tampoco hacía nada que pareciese realmente
útil. Iba corriendo de un lado a otro de la casa, buscando cosas, pensando en
lo que faltaba, en lo que podría preparar, en llamar a mi hermana o a mi amiga
para que me trajesen una cosa u otra… “¡El ramo! ¡¿Quién trae el ramo?!”,
chillé histérica. Y mi marido, sabiendo que tenía que aprovechar ese único
momento débil de la vida de cualquier mujer (ése en el que tiene las uñas
pintadas) me dijo: “Cariño… si no es el día de tu boda”. Y, claro… ¿qué hice
yo?... Pues chillarle: “¡¡¡Pero… ¿qué haces?!!! ¡¡¡¿No ves que trae mala suerte
ver a la novia antes de la boda?!!!
Cuando conseguí calmarme, recordé que tenía cita en la
peluquería. Y llegué media hora antes de que abriesen. Media hora esperando en
la calle con un frío… nivel: “Va a salir de casa… ¡tu madre!”. Pero yo salí,
porque era menester, que suena muy culto a la par que bonito. ¡Tres
insignificantes horas de mi vida invertidas en la peluquería! ¡Con todo lo que
aún me quedaba por hacer! Como… como… ¿comer, por ejemplo? ¡Vale, sí!

Y justo nada más terminar el postre… una deliciosa pero
pequeña mousse de chocolate francés; aparecieron acompañando a las dos bolitas
de helado de vainilla, los dos grandes problemas a los que debe enfrentarse
toda mujer desde que tiene uso de razón o de armario: la falta de espacio para
guardar sus cosas y no saber qué ponerse cinco minutos antes de cada evento. ¡Y
sin pretenderlo, encontré la solución! Me puse a cantar. Sí; como lo oís, o
como no lo oís, pero me puse a cantar. Entonces me di cuenta de que mi voz,
mezcla de Joaquín Sabina con Estopa, era peor que mi problema… y se me olvidó.
¿El qué? No sé.
Ya más calmada y con una comitiva que ya la quisieran para sí
los mismísimos Reyes Magos, llegamos al Restaurante en el que mi criaturita
vería por fin la luz. Y la verdad es que verla, lo que se dice verla, no la
vio. No señor.
Esto que os voy a contar puede parecer fantasía, pero es real…
os lo puedo asegurar. La gente… ¡comenzó a llegar mucho antes de la hora
prevista para el inicio del evento! Sí… a mí también se me pusieron los pelos
de punta. ¡¿Qué estaba ocurriendo?! ¡¿Cómo eras posible?! Pero no sólo la
gente, si no TODA la gente. De pronto, el local se vio colapsado por una masa difusa
de cabezas parlanchinas y bocas sonrientes. Y mientras, yo, patidifusa, los
veía entrar y saludar y abrazar y felicitar…y fue maravilloso.
Fue… una de las mejores experiencias de mi vida. Todas esas
personas… ¡más de cien!… habían venido por mí. Estaban ahí para apoyarme, para
darme su cariño y su amistad… y Jesús en el pesebre, sonríe porque está alegre…narananaraná…
(Uy, que me voy). La felicidad de sus rostros competía con la mía. Su ilusión
me hacía cada vez más fuerte y entonces… todos mis miedos desaparecieron,
porque sabía que estaba entre la gente que quiero: mi familia… y mis amigos.
Gracias a todos por ser quienes sois.
Y, hasta la próxima entrada, y sea el día que sea... ¡¡Feliz Fin de Semana!!